sábado, 24 de abril de 2010

El proceso a Garzón o la transición pendiente



En Barcelona, a 24 de abril del 2010, un numeroso grupo de ciudadanos nos reunimos en la Plaza de Sant Jaume para apoyar la memoria de nuestras víctimas contra el olvido que tratan de imponer los herederos de los fascistas españoles que ganaron la guerra civil.



¿Dónde están nuestros abuelos?, clama una de las pancartas. Justo ayer recibía un email de una persona que lleva un año buscando al tío de su madre, desaparecido durante la guerra civil. Lo último que se sabe de él era que fue nombrado sargento el 26 de diciembre de 1938, en la 120 Brigada Mixta de la 26 División del Ejército del Este republicano. Justo la misma brigada que la de Manuel Sierra, de quien he escrito ya varias crónicas, desaparecido también, y supuestamente muerto justo por las mismas fechas, en la navidad del 38.



Mientras nosotros seguimos buscando el rastro de nuestros abuelos, cuyos asesinos ni siquiera se dignaron en identificar y registrar, tan católicos que se proclamaban y al mismo tiempo tan inhumanos que demostraron ser, que en tan poca estima tenían a las familias de sus víctimas, tan insensibles al dolor ajeno, mientras nosotros, digo, seguimos indagando para que el olvido no se lleve para siempre unas vidas valientes y comprometidas, el sistema más conservador del poder del Estado, apoyando a los verdugos de nuestros muertos, nos dice que esas heridas están ya cerradas, que se cerraron durante la “modélica” transición, y que a quien se le ocurra seguir hurgando, se arriesga a convertirse él mismo en una nueva víctima.




Aquí no hubo una transición. Si el señor Garzón puede ser juzgado y condenado por intentar investigar crímenes contra la humanidad, aquí es que siguen mandando los mismos que ganaron la guerra o sus herederos, fascistas de nuevo cuño. Ya lo dijo el dictador: “lo dejo todo atado y bien atado”. En efecto, la monarquía, el ejército, la policía y el aparato judicial, son la expresión de la continuidad del antiguo régimen. Estas instituciones no cambiaron porque la transición fue un pacto bajo la amenaza permanente de la involución.



¿Superaremos algún día el miedo? Las heridas siguen abiertas y nuestros abuelos siguen desaparecidos.

miércoles, 7 de abril de 2010

Cooperación para qué desarrollo



Durante el último viaje a Tailandia para visitar a nuestros amigos Akha con los que colabora la asociación Udutama, en un remoto poblado al que se accede por una pista de tierra, me encontré con un grupo de cuatro catalanes y catalanas que se intentaban comunicar con unas jóvenes Akha en el interior de un pequeño almacén. Tras presentarnos y mostrar nuestras respectivas sorpresas por tan curiosa coincidencia, mis compatriotas me explicaron que estaban allí “enseñando a coser a estas mujeres”. Mi confusión fue mayúscula.


¿Enseñando a coser? ¡Pero si estas mujeres hace siglos que cosen su propia ropa y la de sus familias, así como otras piezas textiles tales como unas bolsas con un colorista y característico trazado geométrico! Entonces vi unas máquinas de coser eléctricas y comprendí un poco más lo que pretendían. Luego me lo explicaron mejor: les enseñaban a coser a máquina porque querían aumentar la producción y además les pagaban un salario. Ellos después transportaban las piezas a España y las vendían en una tienda de artesanía. Por si quedaba poco clara su labor humanitaria, de vez en cuando, me contaron, llevaban en coche al hospital local a algún enfermo del poblado.

Hace un par de semanas, durante el descanso de un curso para asociaciones, mi compañera de mesa me explicó que trabajaba en una ONG de apadrinamiento y que en su primer viaje a Bolivia había quedado horrorizada por las condiciones de habitabilidad de las casas de la población local: ¡los suelos no tenían baldosas, los habitantes pisaban directamente la tierra en el interior de sus viviendas!

Estas dos anécdotas recientes ejemplifican, en mi opinión, un concepto de “desarrollo” etnocéntrico, paternalista, capitalista y neocolonial que, lamentablemente, todavía es muy común en el mundo de la cooperación al desarrollo y que, puesto en práctica, resulta claramente perjudicial para el bienestar de las culturas locales del Sur.

El significado etimológico de “desarrollo” alude a un proceso por el cual algo se desenvuelve y despliega una forma “natural” que conservaba en potencia. El antropólogo Gustavo Esteva nos remite al antiguo Egipto para encontrar la primera articulación del concepto en la acción de “desarrollar un papiro”, o sea, desenvolverlo para darle su forma “original”. Es esta metáfora del proceso por el cual se adquiere una forma ya “prevista” la que pasa al lenguaje biológico para designar el crecimiento “natural” de plantas y animales y, en última instancia, del hombre. Es importante destacar que el desarrollo implica un cierta idea de “normalidad” y que procesos “degenerativos” como la enfermedad pueden frenar el desarrollo del ser vivo o desviarlo hacia un estado “anormal” de desarrollo, con toda la carga negativa asociada a este lenguaje. Con el nacimiento de las ciencias sociales la metáfora se convierte en mito. El uso de nociones biológicas en el campo social naturaliza las relaciones sociales y culturales cerrando las puertas a cualquier otra interpretación o alternativa de forma de vida. Así, el desarrollo de un pueblo o una sociedad denota el proceso evolutivo natural por el cual sus integrantes alcanzan el estadio superior que se espera que alcancen. Como no podría ser de otra manera, el estado superior es éste en el que se encuentra Occidente. Si las mujeres Akha no utilizan máquinas de coser y los agricultores bolivianos viven en casas de suelos sin baldosas es porque todavía no han alcanzado nuestro estado de desarrollo. Nuestro deber como cooperantes para el desarrollo sería, pues, ayudarles a evolucionar hacia donde nos encontramos nosotros, dotarles de nuestra tecnología , de nuestra medicina e integrarlos en el sistema laboral como asalariados dependientes, aunque el salario inicial esté por debajo del salario mínimo, como ocurría con las jóvenes Akha.

Afortunadamente las crisis medioambientales y estructurales de los últimos años están poniendo a cada cual en su sitio. Y mientras en Occidente cada vez más voces empiezan a cuestionar la viabilidad del sistema económico capitalista y se habla ya de “decrecimiento”, como se comenta en otro artículo de este espacio web, numerosos estudios han puesto en evidencia la sostenibilidad de las formas de vida de muchas culturas del Sur, como las de los Akha de Tailandia o las del altiplano boliviano.

Pero las leyes y quienes las piensan van despacio y todavía nos obligan a inscribirnos como ONGs de desarrollo, si queremos optar a alguna ayuda pública, y a mostrar en nuestros estatutos que nuestros objetivos son la cooperación al desarrollo de algún remoto lugar del Sur. Accedemos porque peligra nuestra propia supervivencia pero cuando surge alguna oportunidad para expresar mejor lo que queremos, intentamos aprovecharla. Nosotros sólo entendemos el desarrollo como una mejora de las condiciones de vida de una comunidad siempre que esta mejora sea definida y puesta en práctica por la propia comunidad. Si los Akha nos piden ayuda para comprar y utilizar máquinas de coser, se la daremos, pero si nos la piden para revitalizar sus prácticas de costura tradicionales, como ya han hecho en un proyecto, también se la intentaremos dar. Bajo esta concepción un proyecto de desarrollo podría muy bien ser un proyecto de decrecimiento, aunque parezca una contradicción en los términos. Al mismo tiempo nosotros intentamos aprender de su ecológica concepción del mundo y de sus prácticas agrícolas y medicinales basadas en su integración con el entorno natural. Por cierto, la medicina tradicional Akha es muy rica y efectiva, pero se está perdiendo desde que entraron en contacto con la cultura thai. Si cuando están enfermos nos limitamos a llevarlos al hospital no hacemos más que aumentar su dependencia de una cultura ajena con un sistema de salud al que además tienen un acceso restringido.

Así es como nosotros podemos entender únicamente el desarrollo, como una mejora subjetivamente decidida por las dos culturas que cooperan basada en la ayuda mutua y en el intercambio de lo mejor que puede aportar cada una de ellas, siendo lo mejor en muchas ocasiones el simple reconocimiento y puesta en valor de la cultura del otro. Un intercambio de igual a igual y siendo siempre muy conscientes de que el otro ha sobrevivido en este mundo, casi siempre de una forma más sostenible que la nuestra, gracias a su conocimiento local y a sus prácticas culturales. Y donde no nos reclamen, mejor que no nos metamos, no sea que por nuestro etnocentrismo y nuestros aires de superioridad, nos carguemos una cultura o un ecosistema que podría ser vital para el futuro de todos.