domingo, 11 de julio de 2010

Antifotoperiodismo o la pérdida de la inocencia



Una autocrítica exposición sobre fotoperiodismo, que incluye video documental, puede verse en el Palau de la Virreina de Barcelona hasta el próximo 10 de octubre. Con el provocativo nombre de “antifotoperiodismo” se ha querido recalcar la vertiente subjetiva de las nuevas formas del fotoperiodismo.



Los documentos gráficos han perdido su inocencia. En una sociedad hipersaturada de imágenes de procedencias diversas, la confianza del espectador en las fuentes es esencial. Por fin hemos aprendido a mirar con una actitud crítica, a no tragarnos la primera historia gráfica que nos venden, por muy realista que parezca. Porque por fin somos ya conscientes de que la realidad se construye. El autor no es neutral, nunca lo ha sido. Ahora, por fin, el autor se hace visible, acepta su elección, su ideología, su posicionamiento. Ya no es una cámara, frío artefacto tecnológico, la que re-produce, re-presenta una supuesta realidad objetiva. Tras la cámara hay alguien con intenciones, sentimientos, intereses, que come y hace el amor, que sufre y se enfada, que llora y gime, que es sensible o no ante las tragedias y comparte o no las alegrías ajenas.

Paradójicamente uno de los trabajos más interesantes tiene ya más de 40 años. Se trata de la filmación que realiza Paul Fasco desde un tren donde se trasladaba el féretro con el cuerpo del asesinado Bobby Kennedy desde Nueva York a Washington. El tren aminoraba la marcha al paso por las estaciones, donde cientos de personas se aglomeraban para honrar al difunto. Con la mano en el pecho, con banderas, siempre en silencio y siempre mirando a cámara, el documento es un retrato social de la América de la época. En este caso el autor se coloca en el lugar del cadáver, como si el objetivo de su cámara fueran los propios ojos del muerto, que observa a sus conciudadanos dirigirle su último adiós.




Otro de los trabajos más interesantes es el de Renzo Martens, un documentalista belga que retrata los desastres de la guerra del Congo en primera persona. El autor critica la explotación de la pobreza por parte de las agencias y ONGs de ayuda humanitaria. Con fina ironía, intenta convencer a la población local de que su pobreza es un activo muy valorado, por el cual se pagan en el primer mundo grandes sumas de dinero, y que tienen que aprender a explotarlo para sacar mejor partido.
Es hilarante y a la vez frustrante cómo convence a un grupo de fotógrafos locales de bautismos y bodas para que saquen fotos de niños malnutridos y cadáveres mutilados que podrán vender más caras en el mercado internacional de las imágenes. Cuando les acompaña a un campo de refugiados gestionado por Médicos Sin Fronteras les deniegan el permiso para realizar fotos con el pretexto de que no pueden permitir el ánimo de lucro a costa de las víctimas. Cuando Renzo les echa en cara que fotógrafos de agencias extranjeras sí fotografían estas miserias sin problemas, el responsable de MSF, un tipo con gafas oscuras y sonrisa cínica, sólo alcanza a replicar que éstos están haciendo su trabajo e informando al mundo. Un claro ejemplo de cómo una ONG, teóricamente destinada a reducir las desigualdades, perpetúa la pobreza a causa de sus prejuicios. El pobre tiene que seguir siendo pobre, ¿cómo, sino, iban a justificar su existencia muchas ONGs?

En definitiva, una exposición que induce a la reflexión sobre cómo construimos la realidad que nos rodea.