viernes, 15 de febrero de 2008

¿El trabajo nos hace libres?



Una versión reducida de este artículo se ha publicado en la edición impresa de El Triangle, el 3 de mayo de 2010.

Nos hemos acostumbrado en nuestras modernas sociedades a considerar el trabajo como un bien que hay que reclamar, preservar e incentivar con el objetivo de aumentar y asegurar nuestro bienestar. El trabajo ocupa hoy el centro de las reclamaciones sociales y un lugar prominente en el orden moral. En efecto, aquel que no trabaja o trabaja poco es tildado de holgazán, vago, parásito social o, en el mejor de los casos, se le estigmatiza con el rótulo de “parado”. Por otra parte, el trabajo define simbólicamente el papel que uno ocupa en la sociedad. En un contexto en el que las posibilidades de interacción social se reducen a la mínima expresión debido en gran parte al individualismo pautado de las sociedades urbanas consumistas, el trabajo define nuestro rol social, nuestro estatus y al mismo tiempo constituye la principal oportunidad de relacionarnos con los demás. Incluso las Naciones Unidas han declarado el trabajo como un derecho universal. La centralidad del trabajo es incuestionable.


Es precisamente esta centralidad la que está consiguiendo naturalizar el trabajo de manera que resulte incuestionable y, por tanto, no sea posible debatir en Nuestra Polis alternativas de vida no centradas en él. Sin embargo, un breve recorrido histórico y reflexivo puede hacernos reconsiderar nuestra concepción del trabajo.

El origen etimológico de la palabra “trabajo”, según la teoría lingüística más aceptada, es el vocablo latino “tripalium”, un instrumento de tortura formado por tres palos a los que se ataban el tronco y extremidades del reo. “Tripaliare”, que tiene el mismo origen, significa “torturar” en latín.

En la tradición judeocristiana el origen del trabajo es un castigo divino, “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, justificado por el supuesto pecado cometido por los padres fundadores de la humanidad al desobedecer el mandato de no comer la fruta prohibida. En la Grecia antigua el trabajo era una actividad degradante relegada a los esclavos o extranjeros, el último escalafón de la escala social. El mito griego de Prometeo nos cuenta que cuando este titán robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres, Zeus entregó como venganza a Epimeteo, hermano del titán, un regalo envenenado: Pandora, la primera mujer. Debía ser una oportunidad para que los hombres llevaran una vida más amable y divertida pero Pandora trajo consigo una caja de la que al abrirse salieron todas las maldades destinadas a los humanos: la vejez, la enfermedad y el trabajo, entre otras. La palabra que en el griego moderno designa al trabajo es “dulia”, que deriva de “duleia”, esclavitud en griego antiguo.

La consideración del trabajo como actividad despreciable dura hasta mediados del siglo XIX con el inicio de las revoluciones industriales. Max Weber nos ilustró sobre la decisiva influencia de la moral protestante en el origen del capitalismo. La Reforma, triunfante en el centro de Europa, introdujo la actitud psicológica del esfuerzo y de la acumulación de bienes materiales como un mérito del buen cristiano para conseguir un futuro dichoso en la vida eterna. Esta actitud revalorizó el trabajo, cosa que no le fue nada mal a la incipiente clase burguesa, que empezó a acaparar los nuevos medios de producción y a contratar como mano de obra barata a los desplazados por las hambrunas del campo. Pocos años más tarde las dos teorías económicas predominantes, la liberal y la marxista, aunque desde ópticas diferentes, ponían el trabajo en el centro de la actividad humana, lugar que ocupa hasta nuestros días.

Otra fuente de falacias que sirven para legitimar el status quo de la centralidad del trabajo en nuestra sociedad está asociada a la idea de progreso. Se nos dice que hoy en día tampoco nos va tan mal porque, por un lado, si nos comparamos con las sociedades antiguas, las comodidades que nos han aportado las innovaciones tecnológicas son mucho mayores, y por el otro, supuestamente no trabajamos tanto como los grupos antiguos de cazadores y recolectores, que tienen que emplear todo el tiempo para asegurar su supervivencia. Sin embargo, varios estudios antropológicos reseñados por Sahlins en su libro “La Edad de Piedra” muestran que en realidad estas sociedades nativas ocupan mucho menos tiempo que nosotros en satisfacer sus necesidades. El truco está en una correcta adecuación entre medios y fines. Se nos ha hecho creer que nuestras necesidades son infinitas y que, por tanto, cada vez necesitamos más medios para satisfacerlas. Mantener viva esta falacia es en realidad una necesidad de nuestro modelo económico, que necesita crecer indefinidamente, en constante competencia con nuestras economías vecinas y ahora ya globales, para asegurar nuestro bienestar. Las innovaciones tecnológicas son un salto hacia delante, un medio para crearnos nuevas necesidades que requieran una reorientación de nuestra actividad productiva para explotar así nuevas “oportunidades de negocio”. De esta forma la tecnología no disminuye el trabajo sino que, por un lado, aumenta el paro en unos sectores requiriendo su reconversión y, por otro, aumenta la degradación de nuestro cada vez más precario entorno ecológico. Nos han hecho creer que nuestro problema principal es el paro o la falta de trabajo, cuando en realidad reside en la dificultad para asegurar nuestro sustento, para cubrir nuestras necesidades materiales y culturales, cosa relativamente fácil si existiera una redistribución más equitativa de los bienes y se frenara globalmente el consumo supérfluo, propio de nuestras economías en competencia.

“Arbeit macht frei”, “el trabajo nos hace libres”, con esta frase se recibía a los prisioneros en el campo de concentración nazi de Mauthaussen. Esta imagen es una metáfora de la nueva forma de esclavitud en la que se ha convertido el trabajo hoy en dia para una gran parte de la humanidad. La mayor parte de los humanos trabajamos para otro. Con nuestro trabajo el empresario obtiene beneficios, es decir, capital sobrante del que puede hacer uso para satisfacer sus lujos. Los esclavos de la época griega no tenían una relación muy diferente con sus señores.

Tras este recorrido histórico y reflexivo miramos con otra cara no tan complaciente al trabajo. Pero entonces, ¿qué podemos hacer? ¿Cuál podría ser la alternativa a la centralidad del trabajo?

Mientras la buscamos, podemos, al menos, restituir unas relaciones laborales más igualitarias. ¿Cómo? Introduciendo la democracia participativa en la empresa, que la dirección esté representada por todos los trabajadores, autogestionados, que el jefe sea sólo un compañero que coordina, sin atribuciones de autoridad, que los beneficios se repartan entre todos y se restituyan a la sociedad, que los objetivos sigan un criterio de servicio social antes que uno fundado en las ganancias a cualquier precio. Si conseguimos que el trabajo sea un espacio de socialización donde todos tienen voz y las relaciones se basan en la solidaridad, dejará de ser un utensilio de tortura.
Y por otro lado, si miramos hacia nuestro interior y nos percatamos de lo que realmente nos hace felices, seremos capaces de poner freno a estas supuestas necesidades materiales crecientes y orientar nuestras vidas hacia placeres que cuestan bien poco dinero, como el amor, la amistad, la creatividad, la imaginación. Se podrá entonces instaurar la renta básica de ciudadanía, una renta suficiente para sobrevivir con dignidad sin necesidad de trabajar, junto a redes de ayuda mutua y de reciprocidad que aumenten nuestros vínculos solidarios. El trabajo, entonces, será tan solo un estímulo voluntario para quien desee desarrollar o aprender alguna habilidad en un ambiente libre y socialmente satisfactorio. De esta forma, definitivamente, el trabajo dejará de ser central y seremos un poquito más libres.


domingo, 10 de febrero de 2008

Laponia finlandesa


La Laponia finlandesa es una vasta extensión de llanuras interminables y suaves colinas, salpicada por lagos y escasamente poblada, que ocupa el tercio norte del país, por encima del círculo polar ártico. Los lapones son un pueblo tradicionalmente nómada que no entiende de fronteras. Su geografía comprende amplias zonas de Suecia, Noruega, Finlandia y una pequeña parte de Rusia.

Hace más de 6.000 años los lapones habitaban todo el territorio finlandés pero desde entonces, con las sucesivas oleadas migratorias de los países vecinos, han sido desplazados hacia el norte. En el año 1600 fueron convertidos al cristianismo y sus prácticas religiosas fueron declaradas ilegales. Hoy en día, de los 200.000 habitantes de Laponia, sólo 4.000 son descendientes de los antiguos lapones, reconocibles por su piel más oscura y sus facciones asiáticas. Algunos se dedican al comercio y a la artesanía, pero la mayoría subsisten de la cría del reno.



Vale la pena viajar al ártico durante los meses de Mayo a Julio, cuando el sol de medianoche se niega a esconderse. Una de las experiencias más inolvidables consiste en observar cómo el astro rey desciende por el horizonte y, cuando parece que va a ocultarse, remonta de nuevo su recorrido, elevándose poco a poco. Cuando por cualquier contratiempo te levantas a las tres o las cuatro de la madrugada, te desconcierta la claridad que lo inunda todo. Dicen los finlandeses de ellos mismos que se vuelven locos durante esta época del año. Acostumbrados a pasar un largo invierno de oscuridad y frío, al llegar el verano se pasan todo el día al aire libre, duermen poco y derrochan energía a la menor ocasión. Están tan ávidos de luz y calor que construyen sus casas con amplios ventanales y modernos sistemas de calefacción, pero sin persianas ni refrigeración. No les importa dormir con luz y soportan estoicamente el calor que en los veranos más cálidos puede superar los treinta grados de temperatura al mediodía.

A medida que avanzamos hacia el norte del país, los pueblos se hacen cada vez más distantes y menos densos. Ésta es otra de las características que sorprende de esta región. Lo que en el mapa está marcado como una supuesta población, se limita en muchos casos a unas cuantas casas dispersas. Si preguntamos por el centro del pueblo a un lugareño nos enviará, si entiende lo que buscamos, a un punto indeterminado donde se agrupan a lo sumo tres pequeñas construcciones: la oficina de correos, un pequeño supermercado y un restaurante o café. En este país hay terreno para todos y a los finlandeses les gusta conservar su independencia y su espacio vital. Quizás sea éste, el respeto por la propia independencia, un rasgo del carácter de este pueblo, que ha luchado a lo largo de su historia por no someterse ni al imperialismo sueco ni al ruso. Y quizás sea una consecuencia de este rasgo el gran sentido práctico que poseen para organizarse. Resulta, por ejemplo, muy costoso, en un país con pequeños pueblos diseminados, mantener una red de transporte público por carretera. La solución adoptada consiste en que los repartidores de correos reserven la parte trasera del automóvil para transportar, por un módico precio, a ocasionales viajeros que no disponen de vehículo propio. También es difícil y poco rentable encontrar personal para atender los restaurantes –Ravintola en finlandés-. Por eso la mayoría de estos locales son de tipo self-service.

A este sentido práctico de sus habitantes se añade una hospitalidad fuera de lo común. En una ocasión, la celebración de un festival de música había colapsado la acomodación en los tres hoteles de Lieksa, una ciudad mediana del norte de Carelia. Eran ya altas horas de la noche y la perspectiva de dormir en un sitio resguardado era casi nula. El trabajador de un bar se interesó por aquel turista perdido y telefoneó a un camping cercano. También estaba completo pero insistieron en que me acercara al lugar, que alguna solución encontrarían. Cuando llegué, habían acondicionado la sauna -a aquellas horas vacía y a temperatura ambiente-, y con mantas y almohadones improvisaron una cama confortable. No quisieron cobrar ningún importe, y eso que la habitación incluía un completo baño para mi uso personal.

En Finlandia, y sobre todo en Laponia, tarde o temprano uno acaba tomando una sauna pues forma parte de la vida cotidiana de sus habitantes. Se trata de una buena ocasión para romper algunos estereotipos sobre esta actividad. Para empezar, muchos finlandeses entran en la sauna provistos de refrescos y cervezas. Casi siempre encontraremos una máquina expendedora en la entrada. En vez de tumbarse y aislarse del resto del mundo, adormecidos por el vaho, los finlandeses aprovechan este momento para conversar relajadamente. Resulta, así, una de las formas de sociabilidad más habituales.

En la segunda guerra mundial Laponia fue ocupada por las tropas alemanas que, durante su huida, destruyeron la mayoría de las construcciones. Por esta razón y porque la mayoría de los edificios públicos y religiosos eran de madera, es difícil encontrar construcciones antiguas. Una de las mejor conservadas es la iglesia antigua de Tornio, en el sudoeste de Laponia, construida en madera en el siglo XVII. El interés de visitar estas tierras se concentra, pues, en el enorme pedazo de naturaleza casi virgen que uno puede recorrer sin aglomeraciones y sin hartarse, dada la variedad de los paisajes.

Si uno dispone de poco tiempo, lo mejor para visitar Laponia es enlazar directamente desde Helsinki con el avión matinal que con frecuencia diaria nos lleva hasta Ivalo, una pequeña ciudad de 3.500 habitantes, cuyo aeropuerto es el que está situado más al norte del país. La privilegiada situación de esta población, junto a los principales parques naturales, aconseja esta opción. Otra posibilidad, que requiere más tiempo, consiste en recorrer el país de sur a norte hasta Rovaniemi, nueve kilómetros por debajo del círculo polar ártico, aprovechando el viaje para visitar la región central de los lagos.

Desde Ivalo es fácil llegar a Saariselkä, junto al parque natural de Urho Kekkonen, uno de los mayores del país. Este parque, lindante con la frontera rusa, es famoso entre los aficionados finlandeses al trekking por la extensa red de refugios y la variada belleza de sus paisajes. Extensas estepas, semejantes a la tundra siberiana, se intercalan con bosques de abedules y altas piceas, árbol semejante al abeto pero con las piñas más alargadas. Son bosques de troncos estirados y ramas altas, a veces con un simple manto de helechos en su base, que permiten la visión profunda de su interior y nos recuerdan la imagen arquetípica del bosque de los cuentos infantiles. Los refugios de Laponia merecen una mención especial. Casi todos son gratuitos y son mantenidos por organizaciones de voluntarios que ocupan una semana de sus vacaciones en limpiarlos, reponer material –bombonas de gas, colchones y madera para hacer fuego- y señalizar caminos. Todos disponen de comunas donde se reciclan los deshechos y de un hornillo de cocina.

Otro famoso parque natural es el de Lemmenjoki, al que podemos acceder desde Inari. Este parque es atravesado por el río del mismo nombre, ancho y caudaloso, en cuyas orillas es frecuente encontrar buscadores de oro, otra de las aficiones de los lugareños. Uno de los principales senderos, paralelo al río, transcurre a lo largo de una arista elevada, formada por la erosión glaciar, que permite una visión privilegiada de ambos lados del recorrido.

La naturaleza en estos parajes está llena de sorpresas, como los grandes hormigueros de más de un metro de altura, formados por minúsculas ramas secas. Si nos paramos en silencio junto a uno de ellos, escucharemos el movimiento de los miles de hormigas en su interior. También podemos encontrarnos con algún reno que cruza una carretera o camino, aunque en verano suelen estar estabulados. Pequeños riachuelos con puentes de madera cruzan los senderos y, tarde o temprano, un nítido lago se asoma tras una colina. Acostumbrados como estamos a asociar la nieve con el invierno o las altas cumbres, nos sorprenderá, mientras paseamos por la estepa lapona en verano, encontrarnos con mojones de nieve en medio de la llanura.

Ya fuera de los parques naturales, seguiremos disfrutando de esta naturaleza salvaje y, afortunadamente, poco explotada, si conseguimos pasar nuestra estancia en una de las múltiples cabañas perfectamente acondicionadas que se alquilan por todas partes. No hay nada mejor para acabar el día, tras una larga caminata o una bajada por un rápido en rafting o en canoa, que tomar una sauna junto a nuestra propia cabaña y darse un baño a continuación en el lago.

La gastronomía en estas tierras tiene influencias tanto rusas como suecas, pero con algunas variaciones locales. Hay que tener en cuenta que la tradición culinaria debía colmar la necesidad de alimentar a una población que trabajaba a la intemperie en un clima muy frío y húmedo. Por eso, muchos de los platos son pesados, con grasas animales y derivados lácteos. Es muy típico el estofado de reno, cocinado con patatas y una espesa salsa. También encontraremos platos a base de pescados, principalmente arenques, truchas y salmón condimentado con eneldo. Los vegetales son infrecuentes, tan solo nos ofrecerán algún plato de ensalada en verano o un plato de patatas al horno, bañadas en mantequilla, con jamón o queso fundido. El alcohol está fuertemente grabado con impuestos en Finlandia, a excepción de las populares cervezas de tipo olut, que nunca superan el 5% de graduación alcohólica.

Para finalizar, una advertencia: si viajamos durante el mes de Julio, deberemos ir provistos de alguna crema antimosquitos cuando caminemos cerca de un lago. Ésta es la época en la que nacen cientos de miles de estos insectos. Algunos aficionados al trekking llevan unas mallas de red fina, enganchadas a sus sombreros, que podemos adquirir en cualquier establecimiento deportivo del país. Si vamos bien preparados es éste un inconveniente menor que constituirá tan solo una anécdota más entre los recuerdos de nuestro inolvidable viaje.


martes, 5 de febrero de 2008

Via crucis laboral por las academias de idiomas


Enseñar idiomas, sobre todo el español, en academias privadas del Estado español es, con algunas excepciones, una de las mejores maneras de conocer de primera mano la precariedad laboral que reina a sus anchas, una de las modernas formas de esclavitud. Si trabajar ya resulta penoso en sí, si lo pensamos dos veces, hacerlo en según qué condiciones, por según qué salarios y sin cobertura social de ningún tipo puede provocar el deterioro moral suficiente como para que uno acabe totalmente desengañado con el sistema laboral y su supuesta protección social.


E.C. es una licenciada en antropología que, tras realizar un curso de preparación como profesora de español como lengua extranjera en International House, optó por la enseñanza de este idioma como salida laboral. Aquí empezó una peregrinación, que ya dura seis años, por varias academias privadas de Barcelona. Entró a trabajar en la academia de idiomas Brighton, que al cabo de un tiempo quebró por la mala gestión de sus dueños tras dejar de pagar el salario de unos meses a sus trabajadores. Fue la época de la quiebra simultánea de varias grandes academias, como Opening y Wall Street. Al poco tiempo le ofrecieron dar clases en Metropol cobrando el sueldo mínimo de convenio, menos de nueve euros la hora, sin contrato escrito ni alta en la Seguridad Social. Tras un año de trabajo, cansada de que no le dieran de alta como trabajadora de la empresa, E.C. denunció la situación ante la Inspección de Trabajo, paso que muy pocos dan por el miedo fundado a perder su precario empleo. Gracias a las pruebas aportadas y el testimonio de algún alumno le reconocieron el tiempo trabajado de nueve meses, y así consta en su vida laboral, pero curiosamente este tiempo no le contabiliza para prestaciones sociales como la de jubilación o el desempleo. Consultada la Seguridad Social sobre este punto contesta que así es puesto que la fecha de alta en este organismo a efectos de prestación es la del día de resolución de la denuncia y no la del día que entró a trabajar en la empresa. ¿Para qué le sirvió entonces a E.C. denunciar su situación, aparte de para tener que buscar otro trabajo? Poco después la “contrataron” en la empresa Enforex, que gestiona varias academias de idiomas del Estado. Allí le explicaron que debía hacerse autónoma, pagar cada mes la cotización mínima estipulada y que la empresa le reembolsaría esta cantidad a final de mes. El sueldo también se acercaba al mínimo de convenio. E.C. preguntó a sus nuevos compañeros por qué algunos tenían contrato fijo y otros eran autónomos dependientes. Le dijeron que hacía poco Enforex había sido denunciada por no contratar a los profesores y la empresa había llegado a un acuerdo con CCOO según el cual una parte de la plantilla pasaba a ser contratada fija y el resto trabajaría como autónoma. De esta forma, con la aquiescencia del sindicato, los autónomos no forman parte de la empresa y por lo tanto no tienen el respaldo del Comité de empresa. Existen de facto dos plantillas que realizan el mismo trabajo pero con condiciones laborales diferentes. Tras unos meses trabajando allí, bajó el número de alumnos inscritos y la empresa simplemente prescindió de los servicios de la autónoma E.C. Desde entonces y hasta la actualidad E.C. combina el trabajo en dos academias: ABC, donde sí le hacen un contrato temporal por el tiempo trabajado y además pagan un salario más digno, una verdadera excepción en este sector, y Kingsbrook, donde le hacen un contrato por obra por muchas menos horas de las que trabaja, por supuesto sin vacaciones pagadas y con el mismo sueldo mínimo del convenio. Durante todo este tiempo E.C. ha conocido a compañeras que han pasado por otras academias como Speak Easy, donde por lo visto también contratan por menos horas de las trabajadas y además no quieren a mayores de treinta años, o como Don Quijote, donde contratan por seis meses, despiden y vuelven a contratar, ahorrándose de esta manera tener que hacer contratos indefinidos y el pago de las vacaciones.

Algunas de las academias mencionadas tienen convenios firmados con el Instituto Cervantes que certifican la calidad de la enseñanza pero no la calidad de las condiciones laborales de los enseñantes. La administración pública resulta así cómplice de una estafa generalizada en el sector. Por otra parte, el convenio marca un sueldo mínimo general para los profesores de idiomas que resulta irrisorio si se tiene en cuenta que en el caso de la enseñanza del español todas las academias exigen a los aspirantes que estén en posesión de una licenciatura o diplomatura universitaria.

Para acabar, hay que decir que la mayoría de los profesores de español son profesoras de español. Éste es un claro ejemplo más de que la feminización de un colectivo de trabajadores en este país implica casi automáticamente la precarización laboral del sector.