jueves, 30 de julio de 2009

Una familia de la profunda Australia rural




Crónicas australes (VI)

Durante un fin de semana pude convivir con esta familia que, creo, representa a parte de la población más rural de Australia con la que posiblemente pocos viajeros puedan entrar en contacto.




La hija de Jean, de nombre impronunciable, se casó joven con Durren y antes de los treinta años ya tenía a sus cuatro hijos. El mayor, Bline, de la misma edad que su tío Callum, unos doce años, no deja de incordiar a sus hermanos pequeños, sobre todo a la segunda, mientras ofrece su cara de santo ant4e sus padres. Un bicho, vamos, pero alegre y simpático. La única hija, Cady, vive rodeada de sus tres hermanos varones como el estereotipo marca que viven los hijos varones: jugando salvajemente, con golpes frecuentes y sin muñecas a la vista. Si hubiera tenido más confianza le hubiera dicho que abandone su hogar en cuento pudiera porque está literalmente asediada por Bline, su padre le muestra cierta antipatía y su madre suele defender a su hijo mayor ante cualquier disputa entre los dos. En la foto donde están vestidos de yudo se puede ver la cara enfurruñada que lleva Cady. Su hermano no había dejado de incordiarla durante toda la tarde y su madre le pegaba bronca a ella.



Los dos pequeños se llevan bastantes años con los mayores y forman un mundo aparte. El tercero, Willy, no hace caso a nadie, va totalmente a su rollo y acepta con sorprendente calma los golpes de los mayores. Es travieso pero enormemente afectivo, buscaba mi compañía siempre que podía. El último era el preferido de su abuela, que compensaba la falta de atención de sus padres.



Durren, el padre, es un tipo un poco bruto. Se mete constantemente con su mujer, que responde con gritos, y con sus hijos, que no captan su cinismo. En una ocasión los dos pequeños habían estado jugando en el jardín con agua y acabaron empapados. Cuando su padre los vio los fue a buscar y los entró a casa a patadas. Durren suelta un "bloody" cada cuatro palabras. Entre esto y que habla con la boca pequeña, lo único que lograba entender eran estas sangrientas palabras. Le pregunté en qué trabajaba y me dijo que era enfermero pero que ahora no trabajaba porque esperaba que saliera una buena plaza en el hospital. A él en realidad le gustaba cazar y pescar. Una mañana me llevó a pescar "yawias" a una laguna cercana. Son una especie de langosta pequeña de agua dulce que Durren pesca echando unas redes al agua. Una amiga de Jean, Mandy, me dijo que en Australia la prestación del paro es indefinida, así que mucha gente, me decía, se apalancaba sin trabajar. Parecía que me estaba hablando de Durren. Recuerdo cómo durante la noche del viernes, apoyado en la barra de la cocina de su casa, no paraba de abrir la nevera y servirse de un grifo algo en una copa opaca. Hasta que al final me ofreció a mí un poco. Era un "Lambrusca", me dijo, un vino rosado ligeramente chispeante, muy bueno. Se bebió un litro en menos de una hora.



Bien, esto es todo, amigos, sobre mi experiencia de Wwoofer en la Australia profunda. Ahora el viaje cambia 180 grados y partimos hacia el norte por la autopista del Pacífico.


Mercadillo freaky en Yeoval





Crónicas australes (V)

En Yeoval, el pueblo donde vive la hija de Jean con su familia, se celebró durante un fin de semana un festival en honor al poeta Banjo Paterson. A falta de otros elementos históricos, el pueblo pretende incentivar el turismo cultural mediante la señalización de las ruinas de una casa donde este afamado poeta australiano pasó su niñez.

Entre otras actividades, se inaugura el "paseo de Banjo" hasta sus ruinas, a lo largo del cual las diferentes asociaciones de la zona plantarán un árbol conmemorativo durante un acto que durará toda la tarde del sábado y al que han invitado a un actor australiano, Jack Thomson, para que acompañe y magnifique el ritual.




Pero lo que no tiene pérdida es el mercadillo que durante todo el fin de semana se instala en el pueblo. Por momentos tengo la sensación de estar en el profundo sur rural de Estados Unidos.




Granjeros con sombrero de cowboy y largas barbas blancas y mujeres ataviadas con cuidados vestidos antiguos desfilaban entre los puestos.




Entre otras amenidades destacaban la competición de lanzamiento de cajas de leche o "Throw the Milk Crate Competition", los soldados que muestran cómo se dispara una ametralladora o lo que pesa una mochila de campaña, o el motorista que por cinco dólares te acompañaba a dar una vuelta en su sidecar de la segunda guerra mundial.




Pasé la noche del viernes en una caravana junto a la casa de la hija de Jean. Recuerdo sobre todo el frío y la imposibilidad de usar un lavabo cercano. El único accesible estaba en la casa, permanentemente ocupado por alguno de los cuatro revoltosos hijos y al que se accedía tras un largo pasillo que había que recorrer tras descalzarse en la antesala de la casa. Como preciada costumbre inglesa, todas las casas tienen aquí moqueta que uno no debe ensuciar de barro y polvo.

Pero ya me adelanto. Sobre esta singular familia os hablaré próximamente.


Aislado en una granja australiana




Crónicas australes (IV)

Tras seis horas de viaje en tren desde Sydney, llego a la estación de Wellington, un pueblecito del interior, donde me han de recoger para trabajar durante unos días como wwoofer. Los wwoofers son personas que intercambian trabajo en una granja por alojamiento y comida. Me recibe Jean, una viuda de 57 años que vive con su hijo Callum, de 12 años, fruto de un segundo matrimonio. Jean tiene otros dos hijos y cinco nietos, a los que visitaremos durante mi estancia en la granja.





La granja de Jean está cerca de Goolma, pueblo de cuatro casas a media hora en coche de Wellington y Mudgee. Pero pronto me entero de que Jean en realidad no trabaja como granjera sino como conductora del autobús escolar de Goolma. Su casa está en un terreno aislado al que sólo se puede acceder por una sucia pista de tierra. Jean trabaja también en una asociación que llaman de "landcare", de cuidado de la tierra, en la que se intenta preservar la calidad tanto de la tierra agrícola como de la vida de los granjeros. El primer día acompaño a Jean a una reunión en la que se discute un proyecto subvencionado con fondos públicos para amenizar una noche de los granjeros, deprimidos en los últimos tiempos por una sequía que dura ya diez años y que les impide obtener unos ingresos dignos.





Mi trabajo en la "granja" consiste en podar todo tipo de árboles y en cavar zanjas para delimitar zonas ajardinadas. Mis herramientas son una sierra eléctrica, brommmm, y unas "loppers" o tijeras podadoras, además de la carretilla, escalera, pico y pala de rigor. Le echo unas seis horas al día, caray, que no estaba acostumbrado a trabajar tanto con mi espalda sufriente. Pero acabo sin quejarme y con Jean gratamente satisfecha.




El hijo de Jean, Callum, creo que es adicto a un juego de ordenador. Durante sus vacaciones escolares de invierno se pasa todo el día enganchado, incluidas las horas de desayuno, comida y cena. Su madre le deja porque así lo mantiene entretenido y "feliz". Yo pienso que la tristeza de Jean por la pérdida relativamente reciente de su segundo marido, muerto de repente hace tres años por un ataque al corazón, le impide ser severa con su hijo. Durante una conversación con Jean, se levantó y sacó una foto de los tres que guarda escondida tras una postal magnética sobre la puerta de la nevera. Me dijo que era la última foto que conservaba de su marido. La tristeza de su historia me impidió rebelarme contra su autoridad en el trabajo, algo que me reventaba bastante. Es sorprendente la facilidad con que uno olvida el sometimiento que supone trabajar a las órdenes de alguien. De todas formas no me puedo quejar. Tanto Jean como Callum, más allá de sus manías, han sido amables y simpáticos conmigo. Y me han permitido conocer la Australia rural y profunda de las familias trabajadoras con recursos escasos. Escribiré dos artículos más sobre esta experiencia porque vale la pena. En uno os hablaré de un mercadillo al que asistí en Yeoval, el pueblo donde vive la hija de Jean con su marido y cuatro hijos. En otro os hablaré un poco más de esta singular familia.




Durante mi estancia en la granja salí a pasear algún día al atardecer. Pude ver en estos ratos mis primeros canguros salvajes.


martes, 21 de julio de 2009

Cerca de Sydney: Blue Mountains y Palm Beach




Crónicas australes (III)

A dos horas en tren al oeste de Sydney se encuentran las “Blue Mountains”, unas paredes rocosas que se levantan de golpe hasta alcanzar unos 1000 metros de altitud, todo un record en esta parte del mundo. Aquí se perdió hace unos días un trotamundos londinense durante doce días, noticia que ha estado alimentando los telediarios y periódicos durante un mes. Las llaman “blue” por la tonalidad azulada del bosque que provoca la conjunción del calor del sol y el aceite de eucalipto.


Una de las mayores atracciones son las “Tres hermanas”, tres pétreas moles en las que, según una leyenda aborigen, se quedaron convertidas tres hermanas gracias a los efectos de un mago amigo que así pretendía protegerlas contra tres mozos de una tribu enemiga que pretendían capturarlas. El mago murió en la batalla entre las dos tribus y las pobres hermanas se quedaron así de tiesas para siempre.

Aquí estuvimos caminando un hermoso día de este invierno soleado, bajando hasta el valle primero y volviendo por el borde del precipicio. Al alcanzar el punto de partida el sol ya estaba a punto de esconderse y el efecto luminoso era de tanta pureza que dos jóvenes ángeles caídos del cielo no pudieron más que celebrarlo con una pausada danza ante nuestros atónitos ojos.

Otro día nuestros amigos Jo y Will nos llevaron de excursión, sí, qué buenos son nuestros amigos que nos llevan de excursión, me vino la cancioncilla a la cabeza.

Fuimos bordeando la costa hacia el norte hasta alcanzar la mítica Palm Beach, una estrecha franja de playa donde la vegetación llega casi hasta el mar, salpicada de mansiones y campos de golf para uso y disfrute de la élite australiana. Nosotros, más cutres, nos hicimos con unos trozos de carne de canguro, unos choricillos y unas ensaladas en el “Coles” o súper más cercano, y plantamos una manta sobre el rico césped de un área de barbacoas populares, eléctricas y gratuitas.

El picnic fue de los más suculento y muy british. Jo está muy embarazada y subió la duna de la playa como una gran deportista.


Ésta va a ser, presiento, la última crónica desde Sydney. Mañana Me voy unos días a una granja del profundo interior, a seis horas en tren al oeste de la ciudad, a trabajar no sé bien en qué a cambio de alojamiento y comida. Este sistema de intercambio se conoce aquí por “Wwoofer” y todo el país está lleno de granjas de este tipo. Suelen ser de cultivo ecológico, pequeñas y familiares, y el intercambio parece que es positivo para ambas partes. A finales de mes vuelvo a la ciudad pero sólo para partir ya hacia la costa norte.


jueves, 16 de julio de 2009

Sydney y su amoroso mar




Crónicas australes (II)

Esta megaurbe de más de 4 millones de habitantes está literalmente penetrada por las aguas del océano. Como un pulpo de brazos acuosos, el mar hunde sus tentáculos en las tripas de la ciudad, segmentándola en múltiples bahías que con el tiempo han pasado a ser el centro de la vida urbana sobre el cual se asientan los grandes iconos de la ciudad: la Opera House, el Sydney Bridge o el Skyline que se asoma al bullicioso puerto de Circular Quay.





Como contrapunto del ajetreo ciudadano, los habitantes de esta ciudad huyen compulsivamente en cuanto pueden para disfrutar de las aisladas playas que perfilan la costa exterior de la ciudad. Las playas de Bondi, Bronte o Manly, aun tan solo a media hora en transporte público desde el centro de la ciudad, forman parte de otro mundo. Un mundo en el que uno puede nadar en una piscina de agua salada al borde del océano o deslizarse sobre una tabla sobre unas olas que pocas veces se ven en nuestro mediterráneo.




Mientras tanto, el único rastro de la cultura y de la sociedad aborigen la he encontrado en el museo de historia natural, junto a la vida salvaje de la fauna autóctona. Parece ser que los aborígenes están más cerca de los animales que de los humanos en el imaginario del blanco australiano. Bueno, es cierto que también se valora su artesanía y su música, como el trío de la foto que, disfrazado para la ocasión, deleitaba al público con una música fusión de new age y tecno, tocando el emblemático instrumento aborigen que llaman “didgeridoo”. En cualquier caso, lo aborigen aquí no está "normalizado", forma parte de lo exótico y marginal. Nuestros amigos ingleses asentados temporalmente en Sydney nos dicen que los australianos tienen su lado oscuro. No son capaces de reconocer el daño histórico que infringieron sus antepasados a la cultura indígena. Y todavía hoy les echan en cara su incapacidad para adaptarse e integrarse, haciéndoles responsables de su marginación.



Mientras recorro estas calles de altos edificios bajo esta luz tan especial me debato entre ir o no ir a una granja australiana durante unos días para ver de cerca la más “auténtica”, dicen ellos, vida "aussie".


viernes, 10 de julio de 2009

Primeras impresiones de Australia



Crónicas australes (I)

Entre los sucesivos cambios horarios, las eternas horas de vuelo, la alteración de la dieta y las diferentes lenguas habladas, la desorientación de estos primeros días de viaje ha sido tal que por un momento tenía la sensación de no ser ni yo mismo ni de tener el control sobre mi cuerpo. Por fin voy a pasar unos días sin elevarme demasiado y es ahora cuando puedo echar la vista atrás y detenerme un poco en las primeras impresiones de este viaje a las antípodas.

La primera escala, sin contar la parada técnica de Londres, ha sido en Kuala Lumpur, capital de Malasia. La ciudad me recuerda a Bangkok pero sin la vida callejera y mercantil de ésta. Chinatown aquí es una versión reducida y simplificada de la de Bangkok. El centro de la ciudad tiene el mismo caos circulatorio, un tren elevado parecido y comparables grandes centros comerciales, refugios contra el calor pegajoso. Sin embargo, no se respira la misma actividad y las mezquitas son mucho menos vistosas que los templos budistas. El orgullo de la capital son las afamadas torres Petronas, mastodónticas, de un lujo desbordante, como si quisieran convencernos de que de verdad de verdad Malasia ha despegado de la pobreza y ha aterrizado en el club de las economías emergentes que desafían a las de siempre.






En esta ciudad se aprecia mejor el contraste entre la modernidad materialista y la tradición ancestral y a menudo se fusionan los dos mundos en una sola imagen. La riqueza, sin embargo, no se mide por la altura de los edificios, sino por el bienestar de los ciudadanos.

La escala en Kuala Lumpur sirve para situar Australia en su justa distancia respecto la metrópolis europea. Porque la primera impresión es ésta: un territorio europeo o americano, occidental en cualquier caso, pasado por el tamiz de lo asiático. Bueno, en realidad la primera impresión fue que aquí hace mucho frío, y es que estamos en invierno. Pero sobre todo el mayor contraste ha sido la luz.



Aquí ahora el sol anda bajo durante todo el día, las sombras se alargan y el amanecer se prolonga hasta juntarse con el atardecer, que es prontito, antes de las 5. Aterrizamos en Melbourne, una ciudad multicultural, fruto de las sucesivas olas migratorias de procedencias diversas. Las últimas han sido las asiáticas, y han venido para quedarse y para transformar el paisaje humano del continente.





En la plaza principal, Federation Square, nos topamos con una concentración de tamiles que pedían apoyo tras la masacre del gobierno de Sri Lanka. En el museo de inmigración supimos que los años 50 fueron los del auge de la inmigración española, con un máximo de unas 3500 personas censadas, aunque en la actualidad no llegan a 2300. Una miseria en comparación con otras comunidades europeas, como la alemana, la italiana o la griega. Todavía hoy Australia es un país de inmigrantes. Un 25 % de la población ha nacido fuera y casi la mitad es hija de inmigrantes. Sin embargo, cada vez hay mayores restricciones. Y de los aborígenes, de momento ni rastro.

A un par de horas de Melbourne en tren, en Philip Island, uno puede reencontrarse con la naturaleza más o menos anterior a la civilización de corte occidental.



Allí vimos los primeros koalas en una reserva y asistimos a un espectáculo muy curioso, la Pinguin Parade, el recorrido que hacen por grupos, para protegerse de los depredadores, unos pingüinos enanos en una playa del sur, al atardecer, desde el mar hasta sus nidos en las colinas cercanas. Lástima que los rangers no dejaran hacer fotos.

Bueno, por ahora eso es todo. Esta mañana aterrizamos en Sydney y aquí nos quedaremos unos cuantos días. Nuestros amigos Jo y Will nos esperan mañana. ¡ Hasta pronto !