viernes, 28 de mayo de 2010

Los Akha, guardianes de la naturaleza




El próximo lunes 31 de mayo se publica la versión en catalán de este artículo en la edición impresa de El Triangle.

Ajenos al conflicto entre los “camisas rojas” y el gobierno, en las zonas montañosas del norte de Tailandia, viven los Akha, una de las etnias más peculiares de las llamadas “tribus de las montañas”.



Los Akha proceden del Tibet y hace unos 1500 años empezaron a bajar hacia el sur y a establecerse en Myanmar, sur de la China, Laos, Vietnam y finalmente en el norte de Tailandia. Este nomadismo es fruto de dos peculiaridades de la cultura Akha. Por un lado, es un pueblo profundamente pacífico y ante cualquier conflicto con sus vecinos deciden desplazarse a otra parte en vez de enfrentarse a ellos. Ya ocurrió en el siglo XII con las invasiones de los mongoles, durante las cuales los Akha pasaron a ocupar la provincia de Yunnan, en el sur de la China, y más recientemente ha ocurrido con las presiones del ejército de la dictadura birmana, que les exige el pago de la mitad de sus cosechas como impuesto. Todavía hoy decenas de familias Akha traspasan la frontera birmana hacia Tailandia huyendo de la explotación. Por otro lado, cuando un poblado Akha supera las 150 familias, una parte de sus habitantes se traslada y funda un nuevo núcleo con mejor acceso a la selva virgen.

Los Akha son animistas. Cada órgano del cuerpo, cada ser vivo, cada ancestro tiene su espíritu. La naturaleza, lo material, es inseparable de la cultura y del mundo espiritual, todo forma una gran unidad y cualquier acción que emprende el hombre en una de sus partes afecta a la totalidad de lo que existe. Esta conexión convierte al mundo en sagrado y por ello los Akha son muy cuidadosos con sus formas de vida. Intentan actuar siempre según la tradición, transmitida de generación en generación por el “pimá”, una especie de médium que recita el “Akhazang”, el conjunto de reglas y normas rituales que rige la vida de los Akha. La lengua Akha es oral, no tiene escritura. Dicen que la diosa primigenia, Apumiyà, les regaló el alfabeto grabándolo en una piel de búfalo, pero los Akha se la comieron en una época de hambruna, perdiendo así la escritura pero adquiriendo, a cambio, una gran memoria para recordar la tradición oral, grabada ahora en sus mismas tripas. Cada Akha es capaz, por ejemplo, de recordar los nombres de hasta 60 generaciones de antepasados.

La medicina Akha participa de esta concepción espiritual del mundo. Además de un gran conocimiento de las hierbas de la jungla y de sus propiedades médicas, los Akha tienen su propia terapia física a base de masajes y, lo que es más importante, unos rituales análogos a nuestras terapias psicológicas realizados por el chamán del pueblo, habitualmente una mujer. Las chamanas pueden curar a alguien que esté enfermo por culpa de un acto que se considera inmoral o porque haya experimentado un trauma. Durante la ceremonia de curación la chamana, apoyada con cánticos y tras ingerir hierbas e insectos especiales, viajará al mundo de los espíritus para interceder por el enfermo.

La concepción sagrada de la naturaleza propicia unas prácticas de vida profundamente ecológicas. La casa Akha tradicional es biodegradable. Tiene la estructura de madera, el suelo y las paredes de bambú y el techo de plantas trenzadas. Practican una agricultura de tala y quema mediante la cual limpian un claro de la jungla para cultivar. Esta práctica ha hecho que a menudo se les acuse de desforestar los bosques. Pero un análisis más objetivo ha demostrado que sus bosques son los mejor conservados de toda Tailandia. La deforestación es causada más bien por las empresas madereras. En el lugar elegido para cultivar, los Akha cortan los árboles por encima del nudo principal, permitiendo así que el bosque se recupere más rápido tras el abandono del cultivo. Las cenizas sirven de fertilizante natural y tras diez años de descanso, el bosque ha vuelto a crecer.

Todas estas virtudes de la cultura Akha, de la cual nuestra sociedad insostenible ecológicamente tanto podría aprender, están siendo eclipsadas en los últimos decenios por graves problemas que amenazan su propia existencia. En el norte de Tailandia los Akha, aunque llevan ya varias generaciones en el país, son considerados inmigrantes. Su falta de ciudadanía les priva del acceso a la sanidad pública. Ni siquiera pueden registrar las tierras a su nombre. Sólo en los últimos años el gobierno tailandés está rectificando, presionado por algunas organizaciones de derechos humanos.

Por otra parte, durante milenios los Akha se dedicaron al cultivo del opio. Además de consumirlo en ocasiones especiales, servía de monedad de cambio para comerciar con los chinos. En los años 60 el gobierno tailandés, forzado a aumentar el control de unas fronteras por donde se colaban guerrilleros birmanos, comenzó una política de asimilación radical de los Akha. Por un lado les hizo sustituir el opio por otros cultivos como café y té. Por otro, se construyeron escuelas thai y se escolarizó masivamente a los niños. Pero lejos de solucionarles la vida esta política de asimilación no les ha traído más que problemas. El precio del café y del té lo fijan las multinacionales del sector y sus intermediarios, que les pagan una miseria. Y en las escuelas thai no se enseña nada que les sirva para seguir viviendo con dignidad en sus poblados. Los jóvenes Akha ven nuevas oportunidades de vida en las ciudades y abandonan sus hogares, pero allí están en inferioridad de condiciones y acaban como mano de obra barata en la construcción, de camareros o limpiadoras de hotel y muchas chicas a menudo como prostitutas. Por salir de su aislamiento han pagado el precio de la pobreza. Su cultura, materialmente no tan sofisticada en comparación con la cultura thai, se ve cuestionada por ellos mismos, mostrándose más vulnerables.

La estocada final a su cultura puede venir de la religión. En los últimos treinta años una oleada de baptistas cristianos ha conseguido convertir a casi un tercio de los Akha al cristianismo. Muchas fundaciones cristianas norteamericanas llegan cargadas de dinero, construyen iglesias relucientes y escolarizan a los Akha en la educación occidental y cristiana prometiéndoles un futuro mejor. Para muchos misioneros las creencias Akha son obra del diablo y su básica cultura material es un síntoma de su inferioridad. La disminución de la autoestima se expande y, con ella, la pérdida de identidad, la desorientación y, en muchos casos, la autodestrucción.

En un mundo como el nuestro, occidental y civilizado, que se ha mostrado finalmente inhumano e insostenible, tenemos mucho que aprender de estas culturas minoritarias que durante miles de años han vivido en harmonía con su entorno y que sólo tras el contacto con nosotros han empezado a sucumbir. No se trata de preservar estas culturas como si fueran un tesoro enterrado, intocable. Sabemos que toda cultura cambia, y que el contacto es casi siempre inevitable. Pero quizás ahora es más fácil advertir que la que tiene que empezar a cambiar radicalmente es la nuestra y que si apoyamos a minorías como los Akha facilitando un cambio cultural lento, elegido por ellos mismos, quizás algunas de sus virtudes puedan servirnos de orientación a nosotros, ávidos e insatisfechos hiperconsumidores.

domingo, 16 de mayo de 2010

La democracia no se vende




El Ayuntamiento de Barcelona decidió en su día que había que reformar la Diagonal, una vía que atraviesa la ciudad desde Pedralbes hasta el Forum, y para ello organizó una parodia de proceso participativo ciudadano que teóricamente debía decidir entre dos modelos, el bulevar o la rambla, que satisfacían por igual las pretensiones del consistorio. Se dice que durante el proceso participaron diversas entidades civiles y ciudadanos a título personal de cuyas propuestas salieron las dos finales. Sin embargo, a tenor de los resultados, que han tumbado toda posibilidad de hacer una gran reforma, es obvio que no representaban a nadie. Tan solo ha votado un 12 % del electorado, otro objetivo de participación fallido, pero ha sido suficiente para mostrar el rechazo a las propuestas con un contundente 80 % en contra de cualquiera de las dos opciones. El proceso participativo ha sido una parodia por varias razones.


Para empezar, porque la decisión de reformar la vía ya estaba tomada antes de empezar. En segundo lugar, porque se desconocía la metodología de construcción de las propuestas a partir de un conjunto tan heterogéneo de participantes. Nada se dijo tampoco de dónde iba a salir el dinero para la reforma, unos 80 millones de euros. Ni tampoco qué alternativas había para utilizar estos recursos, qué se iba a dejar de hacer. Se ocultó también información básica, como que el máximo beneficiario iba a ser una empresa privada, la que gestiona el tranvía, que con la reforma, fuera la opción A o la B, iba a multiplicar el número de viajeros en detrimento de la empresa pública de transporte. Para acabar de mancillar el proceso, la propaganda municipal sobre la consulta ignoraba una de las opciones, la C, la de dejar todo como está o, en el mejor de los casos, la tachaba de contraria a los intereses de una ciudad del siglo XXI. La supuesta imparcialidad brillaba por su ausencia.

Afortunadamente los barceloneses tenemos memoria y recordamos, por ejemplo, otras ocasiones en las que el Ayuntamiento nos ha preguntado algo. Como cuando debía decidirse también entre tres propuestas para construir un monumento a Macià en la Plaza Catalunya. Ganó la opción que menos gustaba al consistorio y, simplemente, no se llevó a cabo. Unos años más tarde se erigió una escultura, la escalera invertida, que no era ninguna de las tres propuestas planteadas. En otra ocasión también se nos preguntó por algo tan importante como el nombre que queríamos darle al hijo de Copito de Nieve, el emblemático mono albino del Zoo de Barcelona. Sin embargo en ningún momento se nos ha preguntado a los barceloneses si queríamos un Forum de las Culturas con varios rascacielos adosados, un hotel Vela que vuelve a tapar la línea del horizonte marino, los sucesivos procesos de gentrificación de los barrios antiguos o, en definitiva, un modelo de ciudad que quiere convertir nuestra estimada urbe en “la mejor tienda del mundo”. ¿A alguien le gusta vivir en una tienda?

Lo que más duele del resultado es que se verá como un fracaso que aumentará todavía más la desconfianza de los gobernantes hacia los ciudadanos. La próxima consulta no se volverá a hacer si no se tienen suficientes garantías de que saldrá la opción preferida. Alguien dijo que un gobernante sólo debe convocar un referéndum cuando está seguro de ganarlo. Pero entonces, ¿para qué preguntar?

No hay nada más contrario a la democracia que intentar utilizarla para justificar intereses particulares. Las operaciones de maquillaje popular se acaban oliendo. El único consuelo que nos queda es la confirmación del buen olfato de nuestros conciudadanos.