viernes, 7 de marzo de 2008

Un viaje de formación por Europa en tren


Unos meses antes de cumplir los 18 años y de comenzar el primer curso en la Universidad, un amigo y yo nos embarcamos en un viaje en tren por “Europa”, ese horizonte mítico por descubrir del que nuestro país todavía no formaba parte. Fue en agosto de 1981. El mes anterior había estado trabajando como mozo de almacén en una empresa textil para reunir el dinero necesario con el que comprar un billete de Intel raíl mas unas 30.000 pesetas de la época -180 euros de ahora- para subsistir durante un mes.
El primer trayecto nos debía llevar directamente desde Barcelona a París. Ésta había sido la única decisión firme y consensuada sobre nuestros posibles destinos. A partir de aquí dejaríamos que la improvisación tomara las riendas de nuestro viaje.


Realizamos el necesario cambio de tren al llegar a la frontera con Francia, cerca de Portbou, un signo más del aislamiento secular de la España franquista, que ni siquiera había adaptado el ancho de los raíles de tren al estándar europeo, herencia que todavía sufrimos. Viajábamos de pie, con el tren abarrotado y sin refrigeración. A mitad del trayecto a mi amigo Luis le dio un ataque de calor y decidimos bajar en la siguiente parada. Nos encontrábamos en Limoges, una ciudad desierta en aquella época del año y a la que decidí no volver tras recorrerla durante unas horas sin encontrar nada que nos llamara la atención. Por la tarde, con el sol más bajo, proseguimos nuestro viaje. Esta vez nos pudimos sentar y al poco rato nos quedamos adormecidos, acompañados por la visión del monótono paisaje de la gran llanura central francesa. Nos despertamos cuando el tren entraba en la estación parisiense de Austerlitz. Habíamos dejado las bolsas en una plataforma para el equipaje, junto a las puertas de salida. Al ir a recogerlas, la de Luis había desaparecido y, con ella, todo el dinero en efectivo que llevaba consigo. Por supuesto no teníamos tarjetas de crédito ni ningún otro medio de pago. Así que, sentados en un banco maloliente de la estación mientras maldecíamos nuestra inocencia, somnolientos tras una incómoda noche de tren, teníamos que tomar una decisión crucial: regresar o continuar nuestro viaje compartiendo el dinero justito que llevaba yo, mi escasa ropa y material de aseo. La ilusión de descubrir un mundo desconocido pudo con nosotros pero a partir de aquel momento una estricta economía de subsistencia marcaría el resto del viaje.
Pasamos todo el día deambulando por el centro de París, por sus anchas avenidas, los campos Elíseos, vimos la torre Eiffel y al caer la noche fuimos a parar a un bar del barrio latino. Allí conocimos a dos ingleses alcoholizados que nos invitaron a cerveza. Después se nos unió una joven americana y un solitario argelino. Cerraron el bar y nos encontramos en la calle sin saber dónde pasar la noche. La americana se apiadó de nosotros y nos dijo que podíamos dormir en la azotea de su hostal, donde no controlaban la entrada. No recuerdo cómo, acabamos en su habitación, ella, mi amigo, el argelino y yo. Nos echamos a suertes quién dormiría en la cama libre que quedaba y me tocó a mí. Los otros dos durmieron en el suelo. No sé cuál era la intención de la americana, si es que tenía alguna, o es que se fió de tres desconocidos porque estaba hecha del mismo material inocente que nosotros. Lo único cierto eran las expectativas del argelino, que no se despegaba de nuestra anfitriona, de sacar partido de la situación. Sin embargo, cuando despuntó el día y nos levantamos, la distribución de mis compañeros de habitación era la misma que al acostarnos.
Estuvimos varios días recorriendo ciudades centroeuropeas. Nuestro modus operandi era casi siempre el mismo: cogíamos un tren por la noche para dormir sin pagar alojamiento, llegábamos a nuestro destino, Bruselas, Ámsterdam o Munich, dejábamos la bolsa de viaje en una consigna de la estación y nos pateábamos el centro de la ciudad. De vez en cuando nos colábamos en un albergue de la juventud para ducharnos y lavar ropa. Nos alimentábamos de comida rápida –porciones de pizza, bocadillos, galletas- y llenábamos de agua una cantimplora en las fuentes públicas. Cuando no podíamos hacer coincidir un trayecto con un tren nocturno, se nos planteaba el dilema de dónde pasar la noche. En estas ocasiones lo más común era montar la parada en algún rincón de una estación de tren, junto a otros mochileros escasos de recursos como nosotros. Lo peor venía cuando nos echaban de la estación. A media noche tenías que levantar el campamento y buscar un refugio más o menos cubierto. Nos pasó en Ámsterdam, donde las temperaturas bajan varios grados por la noche incluso en verano. Pronto encontramos la solución: las cabinas de teléfono. Había mucha gente durmiendo en ellas y nos costó encontrar una libre. No eran muy cómodas pero la temperatura dentro era agradable.
A medida que pasaban los días nuestro debilitamiento era cada vez más notorio. Decidimos tomar un respiro y trasladarnos a algún lugar montañoso y tranquilo lejos del asfalto que desgastaba nuestros pies. Elegimos la selva negra de Alemania, más que nada por su inquietante nombre y porque nos pillaba cerca. Esto supuso un esfuerzo extra en nuestra economía porque teníamos que enlazar con algún autobús si queríamos alejarnos de las grandes urbes. En uno de estos autobuses, mientras circulábamos por una tortuosa carretera de montaña, Luis encendió unos de sus Ducados, cuando todavía estaba permitido fumar en los transportes públicos y detrás de cada asiento había un cenicero. De pronto, la cara aceitunada y marcada por las arrugas de un hombre con barba de una semana se asomó tras el asiento delantero. “¿Sois españoles?”, nos preguntó, “Hacía mucho tiempo que no olía un Ducados”, continuó con un inconfundible acento del sur. Al hombre se le caían las lágrimas de nostalgia. Nos contó que hacía trece años que había emigrado a Alemania desde su Extremadura natal y no había vuelto a su tierra en ninguna ocasión. El autobús nos dejó en un pueblecito perdido rodeado de frondosas y suaves colinas. Nos instalamos en un albergue de la juventud repleto de escolares uniformados que disfrutaban allí de sus campamentos de verano. El director nos recibió, nos hizo un pequeño interrogatorio y nos remarcó en un inglés muy germánico las estrictas normas que regían en el albergue: horarios de entrada y salida, limpieza de los espacios comunes, silencio nocturno, prohibiciones varias y respeto por la intimidad de los escolares que allí se alojaban. En nuestra imaginación vimos a un antiguo oficial retirado de las SS a punto de reclutarnos. Duramos dos o tres días en aquel lugar, un tiempo sólo dilatado por nuestra obsesión por entrar en contacto con las jóvenes adolescentes que campaban por allí, que nos miraban y sonreían picaronas. Nuestra inocencia, una vez más, nos enredó en toda una serie de estrategias de acercamiento que no surgieron ningún efecto.
Habíamos traspasado ya el meridiano de nuestro viaje y nos apetecía un cambio de aires. En una de nuestras conversaciones con otros viajeros, alguien nos habló de Yugoslavia. Era un país muy barato y tenía una costa preciosa. No lo dudamos. Cogimos un tren nocturno en Munich y llegamos antes del amanecer a Rijeka, una animada localidad de la costa croata. Mientras dormitábamos en un banco de la estación a la espera de que abrieran las consignas, la cafetería y la oficina de cambio de moneda, mi amigo desapareció. Al cabo de una hora regresó sonriendo y un poco excitado. Lo primero que hizo fue mostrarme un fajo de billetes. Me contó que había estado con un búlgaro en un vagón abandonado y había tenido algún tipo de experiencia sexual retribuida que yo no quise que me detallara. No supe cómo reaccionar. Para calmar mi estado impresionado me dijo que ese día comeríamos en un restaurante hasta que nos hartáramos. Entonces comprendí que la prostitución no se ejerce sólo por necesidad. Hubiéramos podido subsistir como hasta entonces o regresar cuando se nos acabara el dinero. Los dos pertenecíamos a una clase media acomodada, íbamos a un colegio de pago, de curas para mayor precisión. Habíamos teorizado mucho sobre el sexo en nuestras conversaciones pero hasta entonces no habíamos tenido ninguna experiencia más allá de tocamientos y besos con lengua con las chicas de nuestro grupo. Mi amigo sostenía que todos éramos bisexuales por naturaleza y que el placer del cuerpo no entendía de géneros. Toda teoría, pensaba yo, hasta que ocurrió lo que ocurrió. Esa experiencia le dotó de una especie de estatus superior por haber traspasado una frontera prohibida. Eligió él el restaurante y, efectivamente, ese día nos hartamos de pizza, coca cola y postre, bien aposentados, en un local climatizado junto al mar.
De Yugoslavia guardo el mejor recuerdo del viaje. Y es que la gente amable y afectuosa que conoces en el camino deja una huella más profunda que un paisaje o un monumento espectacular. En Rijeka conocimos a dos chicas que habían ido a pasar el día a la playa. Eran de Zagreb y sólo una de ellas balbuceaba un poco de inglés. En aquel país, en aquel tiempo, nosotros éramos una extravagancia. El turismo todavía no estaba abierto al exterior y Yugoslavia seguía siendo un estado comunista de construcciones de estilo soviético que recelaba de Occidente y tenía pocos visitantes. Tras explicar nuestra odisea y que íbamos cortos de dinero nos dijeron que fuéramos con ellas a Zagreb, que allí tenían un amigo que estaba solo en casa y podría invitarnos a dormir. Así hicimos y, abusando de su hospitalidad, pasamos una semana en casa de Popej, un chico de nuestra edad, hijo de un militar divorciado. Su padre estaba de servicio lejos y le había dejado tickets del comedor militar. Fuimos cada día con él a comer allí haciéndonos pasar por familiares suyos. Estaba prohibida la entrada a los extranjeros, así que nos pasábamos toda la comida en absoluto silencio. El grupo de amigos de Popej nos enseñó toda la ciudad. Subíamos a los tranvías sin pagar por indicación suya. En una ocasión entró el revisor, nos quería multar pero todo el grupo se encaró con él y al final nos dejó en paz. También me di cuenta entonces de que la relación de la gente de allí con la autoridad era muy diferente a la que estábamos acostumbrados nosotros. Se podía discutir con ella, incluso con la policía, de tú a tú, sin miedo a males mayores. Participamos en los debates políticos del grupo. Ya entonces vi cómo había dos facciones, los que estaban a favor de la Yugoslavia unificada y de la política de Tito, muerto un año antes, y los que despotricaban de esta unión. ¿Qué habrá sido de estos amigos?, pensé cuando años más tarde se desató la guerra entre las repúblicas yugoslavas. Nos invitaron también varias veces a una gran piscina pública de las afueras, repleta de gente. En definitiva, nos trataron como reyes, a nosotros, que veníamos de mal dormir en trenes y suelos duros y de infraalimentarnos. Yo me fasciné con Tanja, una rubita delgada y nerviosa del grupo que no hablaba ni una palabra de inglés. Todo se redujo a un cruce de miradas excitante y a alguna conversación con intérprete. De nuevo la inocencia y la vergüenza a ella asociada me privó de una experiencia más íntima.
Después de esta semana a cuerpo de rey habíamos recobrado las fuerzas. Tampoco queríamos abusar de la hospitalidad de nuestros amigos croatas, así que decidimos seguir nuestro viaje hacia Atenas, otro de los lugares que fascinaba nuestra imaginación. Por aquel tiempo mi amigo y yo leíamos a Nietzsche, quien nos había transmitido su pasión por el mundo griego antiguo. El trayecto en tren fue largo pero divertido porque lo compartimos con dos chicas australianas muy extrovertidas y bromistas que reavivaron nuestras hormonas adolescentes. Aunque, de nuevo, el máximo contacto físico se redujo a unos pies desnudos, los míos, que apoyados en el asiento de enfrente, se hundían en las mullidas caderas de una de las chicas al compás del vaivén del tren mientras dormitábamos bien entrada la noche. Al llegar a Atenas las chicas se fueron a un hotel y nosotros deambulamos por la estación, muertos de sueño, buscando un rincón en el que acabar la noche. Nos hicimos un hueco junto a un numeroso grupo internacional de jóvenes embutidos en sus sacos. Apenas pudimos dormir porque cada media hora venía la policía y nos despertaba para que nos incorporáramos. Por lo visto podías pasar la noche allí, pero sentado y bien despierto. Al día siguiente visitamos la Acrópolis, admiramos la majestuosidad del Partenón y el teatro de Dionisos, que nos remitía al Nacimiento de la Tragedia, del filósofo alemán. El viaje ya tocaba a su fin. De regreso a nuestro país, durante una parada técnica en Belgrado, asomados por la ventanilla del tren, vimos a un vendedor ambulante que ofrecía a los viajeros sabrosas hamburguesas con cebolla. Nuestra economía estaba en las últimas y no nos podíamos permitir ese lujo. Pero nuestras caras debían reflejar el deseo del hambriento porque un pasajero del tren nos preguntó si queríamos una y sin darnos tiempo a contestar compró un par y nos las entregó sin pedir nada a cambio. Las devoramos en un minuto. El resto del viaje consistió en enlazar un tren tras otro. Tan solo hicimos una parada en Venecia, atiborrada de turistas, donde compré la manzana que he pagado más cara en la vida. Fue todo lo que comí durante el día. La noche anterior, en el tren, había tenido una indigestión por comer unas galletas yugoslavas caducadas de las que demasiado tarde vi que salían gusanitos. En la frontera con España volvimos a cambiar de tren y poco antes de llegar a Barcelona estuvimos dos horas parados. Alguien había estampado una botella contra la cabina del conductor. El primer incidente ferroviario de todo nuestro viaje. ¿Una casualidad o el símbolo catastrofista de un retorno a una realidad de la que habíamos conseguido escapar por unos días?

Recordado desde la distancia, aquel viaje me enseñó muchas cosas. Por encima de todo, que de forma natural la gente está dispuesta a ayudar si estás necesitado. El hombre no es un lobo para el hombre, eso es una falacia que pretende justificar la crueldad de quien quiere sacar alguna ventaja de las desigualdades. También aprendí que de un contratiempo, el robo de la bolsa de Luis el primer día de viaje, pueden sobrevenir grandes alegrías. Y por último, que la formación y el paso a la edad adulta no tiene por qué significar la pérdida de la inocencia. En muchos sentidos todavía me siento tan inocente como entonces. Y es que sigo pensando que, más allá de las diferencias culturales, existe un sustrato de solidaridad y fraternidad común a todos los humanos.


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