Hoy han coronado un nuevo rey en el estado español. Nuestros
dirigentes políticos repiten hasta la saciedad en los medios de comunicación
oficiales y afines que el proceso ha sido ejemplar, que todo ha ocurrido dentro
del orden de la “normalidad democrática”.
Cuando un mismo mensaje se repite una y otra vez a través de
los canales del poder es señal de que el interés no está en transmitir una
información sino en imponer una visión obcecadamente ideológica.
De un acontecimiento que ha desplegado en las calles a 7000
policías, 2000 de ellos antidisturbios, en el que se han prohibido no solo
manifestaciones sino incluso banderas republicanas, en el que se han repartido
banderolas españolas entre la gente, no puede decirse precisamente que se
inscriba en una “normalidad democrática”.
Un proceso para el que se ha aprobado una ley de abdicación
en 15 días, tras el cual se decide aforar a un ex-rey, ahora ciudadano, sin
dejar la mínima oportunidad para que el pueblo, que ostenta la soberanía, se
pronuncie, no es un proceso “normal” en una democracia que se precie.
El nuevo rey Felipe VI es heredero de un trono que a su vez
fue heredado del régimen del dictador Franco. Don Juan Carlos I juró como rey,
entre otras cosas, que sería fiel al “Movimiento Nacional” fascista. ¿Cuán
democrática puede ser una entronación con estos antecedentes?
Nos dicen que los españoles ya votamos la Constitución de
1978 en que se definía a nuestro régimen como monarquía parlamentaria. Pero, en
primer lugar, los menores de 53 años, más de un 60 % de la población actual, no
pudieron votarla. Y en segundo lugar, en el momento histórico de aquella
votación, no se ofreció ninguna alternativa a aquella Constitución. La elección
no era entre dos o más opciones, sino entre la única opción y el vacío oscuro y
sombrío que nos enviaba directamente al agujero negro de la pre-democracia.
Aquél fue un referéndum tramposo, se nos plantó delante de nuestras narices un
texto cocinado entre las élites de los partidos de aquel momento que blindaron
todos los mecanismos participativos para crear una democracia mutilada,
despótica, sin el pueblo ni para el pueblo.
Por último, el proceso de coronación se ha llevado a cabo
poco después de unas elecciones europeas que han puesto en evidencia que la
mayoría parlamentaria actual es menguante, exigua, inestable. Tras el
movimiento de los indignados, mareas verdes, blancas, amarillas y cientos de
luchas más contra las injusticias en un contexto de crisis económica, social y
política profunda, se empiezan a poner de manifiesto opciones políticas que
cuestionan el orden establecido. Los dos grandes partidos mayoritarios ya no
representan ni a la mitad del electorado. ¿Es “normal” democráticamente
hablando que en este contexto se lleve a cabo el proceso de sucesión a espaldas
del pueblo?
El poder establecido se huele lo que viene y el miedo le
hace actuar con precipitación, ninguneando las fuerzas emergentes, eludiendo el
debate, en definitiva, sin verdadera democracia.
La coronación del nuevo rey supone una anormalidad
democrática, otra más a la que nos tienen acostumbrados en los últimos tiempos.
Y lo que el pueblo no ha elegido, el pueblo lo puede derrumbar. Eso sí,
mediante una democracia real, cuando nos dejen.
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