jueves, 30 de octubre de 2008

El nuevo paradigma científico: ¿nueva Ciencia o vieja Filosofía?





En el año 1995 publiqué este artículo en la revista Mania de la Universidad de Barcelona, de la cual fui uno de sus humildes fundadores. Me ha parecido oportuno recuperarlo para esta web por su vigencia y como paradigma de mis pensamientos sobre la ciencia.



El estudio social de la Ciencia ha sido crucial a la hora de desenmascarar a ésta de sus pretensiones absolutistas. No solo ha mostrado la densa malla de relaciones tejida entre Ciencia, Tecnología y Sociedad con sus mutuas implicaciones, coartadas y justificaciones, sino que además ha acentuado el carácter parcial y relativo tanto del supuesto “método científico” como de las teorías científicas. Desde Kuhn -la lectura y reflexión en torno al hilomorfismo aristotélico despertaron sus controversias sobre cuestiones metacientíficas- y su concepto de paradigma como marco histórico-conceptual en el que nace y se desarrolla una teoría, la Filosofía de la Ciencia ha dado un giro de 180 grados en el análisis de su objeto de estudio, aunque todavía hoy persistan excepciones tardías imbuidas en el antiguo paradigma de la modernidad.

Sin embargo el estatuto de la Ciencia sigue estando muy alto, tanto para la miopía política que sigue subvencionando a ciegas todo proyecto que se enmarque bajo la etiqueta de científico, como para la sociedad en general, que tiene puestas sus esperanzas -vanas esperanzas- en el progreso científico y acepta únicamente y sin posibilidad de crítica, como si de un dogma de fe se tratara, cualquier explicación que emane de la comunidad científica. Prácticamente todos los medios de comunicación disponen de un apartado o suplemento en el que se difunde sin cesar la imagen estándar de la Ciencia, esa según la cual la Ciencia nos libra o va a librar de todos los males, profundiza en los misterios de la Naturaleza descubriendo una y otra vez los oscuros velos que esconden la Verdad y proporciona al ser humano confianza y seguridad, la sensación de que todo está controlado, incluso su libertad.

El énfasis desmesurado que se pone en la pretendida separación entre Ciencia y Tecnología salvaguarda la responsabilidad de la primera ante cualquier lamentable desgracia de la ciencia aplicada. Estos accidentes, que a punto han estado en varias ocasiones de enviar al hombre al cajón de las especies extinguidas, son incomprensiblemente tolerados por la sociedad como un mal menor, como la contrapartida, el precio que hay que pagar por la exitosa actitud prometeica de nuestra cultura occidental, como si nuestro hígado fuera sólo un apéndice que vale la pena sacrificar, sin tener en cuenta que con él el águila devora también nuestra fuerza vital, es decir, nuestra alegría de vivir.

Se sigue vendiendo la idea de que el error se combate con más ciencia, de que existe una ciencia básica, de que la Ciencia es el único saber verdadero y su discurso el único a tener en cuenta, -¿cómo podría sino explicarse el devastador efecto del trabajo sobre las revoluciones científicas del físico Kuhn?-. Pero tanto la ciencia que se explica al gran público como las cosmovisiones científicas construidas en nuestro siglo no son ciencia en sentido estricto. Sabedores de que lo que realmente interesa a la gente sobre la Ciencia es lo que de Filosofía hay en ella, la propaganda científica adjunta a los logros tecnológicos obtenidos, desarrollos teoricistas que hablan sobre el Universo, sobre la vida, el espacio y el tiempo, el azar y la necesidad, el indeterminismo o el caos.

Pero en este punto se impone una tarea filosófica esencial. Lejos de la mirada acomplejada que la Filosofía tradicional de la Ciencia ha proyectado, lejos de la idealización que desde la Filosofía se ha hecho de la Ciencia como una “hija aventajada” -hija cruel que a punto ha estado de matar a su madre-, una Filosofía crítica de la Ciencia puede contribuir a hacer bajar de su pedestal a esta nueva Religión y arrastrar sus teorizaciones al terreno de la discusión filosófica, quitarles el Aurea cientifista que las hace intocables y verdaderas.

La íntima relación entre Ciencia y Tecnología queda patentizada cuando comprendemos que el trasfondo de la mirada científica y de todos sus presupuestos y prejuicios -aquello que no se expresa explícitamente- sigue las dos máximas siguientes, extraídas del análisis que Nietzsche hace del pensamiento socrático en “El nacimiento de la tragedia”:

“Solo existe lo que puede ser conocido”
“Solo puede ser conocido lo que puede ser transformado”.

Es decir, si algo no tiene visos de ser transformado -mediante alguna tecnología- queda fuera del conocimiento teórico, fuera del alcance de la Ciencia, y por lo tanto no es Verdad, o sea, no existe. La superación de este nihilismo radical propio de nuestro tiempo en el que se ha convertido el optimismo teórico primigenio pasa por la inversión de estas máximas en otras como:

“El ámbito de lo cognoscible es mayor que el de lo cognoscible científico”
“Lo cognoscible no es ni mucho menos solamente lo transformable” o, en todo caso, “El que algo no sea cognoscible no quiere decir que no exista”.


Hoy en día las superteorías científicas -teoría de la relatividad, mecánica cuántica, teoría del caos- gozan de enorme popularidad y aceptación. Por una parte reflejan un aparente progreso de la Ciencia mediante conceptualizaciones abstractas que abarcan cada vez mayores ámbitos, incluyendo a las anteriores teorizaciones hoy obsoletas como simples casos particulares. Por otro lado sus complejas formulaciones, sus esotéricas conclusiones y sus dificilmente comprensibles resultados la acercan a la arquetípica idea de Verdad (“la auténtica naturaleza de las cosas suele estar oculta”, decía Heráclito).

Esta nueva Ciencia, no exenta de los influjos posmodernos de nuestro tiempo, se aleja de los postulados de la Ciencia estándar que intentan justificar y fundamentar todo el conocimiento. Es como si a base de focalizar demasiado en el ámbito de lo pequeño, de aumentar el campo de visión en el ámbito de lo grande, de pretender estudiar una complejidad orgánica que desborda al observador atemporal, de abstraer, de “des-subjetivar” al máximo, la nueva Ciencia hubiera llegado a sus límites epistemológicos incurriendo inevitablemente en contradicciones, vaguedades, relativismos, acontecimientos acausales, faltas de precisión, etc., muy alejado todo ello del supuesto racionalismo que la justifica. Incluso en el método, con el auge de la simulación por ordenador, ya habitual en muchos campos, se aparta de los cánones que hasta hoy han limitado toda actividad que pudiera llamarse científica, pues al introducir un componente de azar en los cálculos y simular una realidad virtual, ¿ dónde queda el elemento empírico ?

Los aparentemente sólidos fundamentos de la vieja ciencia, la que nos ha traído el progreso tecnológico, se resquebrajan a la luz de los postulados de la nueva ciencia. Así, en mecánica cuántica se pasa del determinismo al indeterminismo, de la precisión a la probabilidad y a la incertidumbre, de una idéntica naturaleza de la luz a la dualidad onda-corpúsculo; en la teoría de la relatividad, aunque se postula un espacio-tiempo absoluto, se abstraen estos dos “a priori de la sensibilidad” en uno solo relativizando las experiencias parciales de los sistemas no inerciales; en la teoría del caos, el azar y la indeterminación desplazan a la necesidad, la ley y el orden; en cosmología se buscan galaxias de antimateria, mientras nada se puede decir -ni pensar- del segundo cero o menos uno de la hipotética expansión del Universo.

Ante las férreas limitaciones de las antiguas conceptualizaciones se crean nuevas que empujan a esta Ciencia hacia el terreno sin abonar del arte y la mística. No en vano gran parte de los padres de esta Metaciencia -por no querer llamarla Filosofía-, como Bohm, Einstein, Capra, Heisenberg o Prigogine, han abrazado un espiritualismo místico en su visión del mundo que poco tiene que ver con el paradigma de la ciencia clásica. El nuevo paradigma en el fondo proclama el paso de una verdad absoluta a la relatividad de la verdad, de la univocidad a la analogía, de la identidad a la lucha de contrarios, pero ¿no estamos aquí en el campo de juego de toda una tradición filosófica que en nuestras latitudes empieza en Heráclito y culmina en Nietzsche? O mirando desde otra perspectiva, ¿no han de recuperarse y revalorizarse entonces la magia, el espiritualismo, el conocimiento trágico o el pensamiento mítico?

Poniendo el acento sobre estos resultados sería deseable contribuir así al nacimiento de este nuevo paradigma que relativiza la Verdad hasta sus últimas consecuencias. Si a la nueva Ciencia se la sigue llamando Ciencia es solo porque sus representantes teóricos han tenido formación científica y han realizado sus investigaciones dentro del marco social de la Ciencia de siempre, convencidos de estar descubriendo verdades cada vez más íntimas, y revistiendo sus desarrollos teóricos de un complejo formalismo matemático que aleja del profano toda crítica de los mismos. El que la nueva Ciencia siga llamándose Ciencia sería así una garantía de esta supuesta Verdad, pero ¿cómo puede ya seguir hablándose de Verdad desde esta perspectiva cuando el fundamento de la Verdad se rompe en mil pedazos bajo sus pies? Solo así podría hablarse no ya de verdad y falsedad, sino de mayor o menor adecuación de unas explicaciones a unas estructuras representativas, en línea con la idea de la Lógica moderna, formulada por primera vez por Tarski, de verdad en un sistema o estructura.


Llegados a este punto nos debemos preguntar, ¿puede la Filosofía no solo criticar sino retomar también las riendas del conocimiento? Una respuesta positiva pasa inevitablemente porque la Filosofía abandone sus prejuicios racionalistas, su vocación sistemática y acepte el devenir, la analogía, el mito, la memoria, el tiempo, con la mirada puesta no ya en la verdad sino en el sentido, fundiéndose con el arte. Pero la pregunta por la Filosofía, por qué es filosofar, por la posibilidad de que la Filosofía asuma este papel liberador, desborda las pretensiones de este breve trabajo.


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